El apego es adicción
Depender
de la persona que se ama es una manera de “enterrarse en vida”, un acto de
“automutilación psicológica” donde el
amor propio, el autorespeto y la esencia de uno mismo son ofrendados y regalados
irracionalmente. Cuando el apego está presente, entregarse, más que un acto de
cariño desinteresado y generoso, es una forma de capitulación, una rendición
guiada por el miedo con el fin de preservar lo bueno que ofrece la relación.
Bajo
el disfraz del amor romántico, la persona apegada comienza a sufrir una
despersonalización lenta e implacable hasta convertirse en un anexo de la
persona “amada”, un simple apéndice. Cuando la dependencia es mutua, el enredo
es funesto y tragicómico: si uno estornuda, el otro se suena la nariz. O, en
una descripción igualmente malsana si uno tiene frío, el otro se pone el
abrigo.
“Mi
existencia no tiene sentido sin ella”, “Vivo por y para él”, “Ella lo es todo
para mí”, “El es lo más importante de mi vida”, “No se qué haría sin ella”, “Si
él me faltara, me mataría”, “Te idolatro”, “Te necesito”, en fin, la lista de
este tipo de expresiones y “declaraciones de amor” es interminable y bastante
conocida.
La
tradición ha pretendido inculcarnos un paradigma distorsionado y pesimista: el
auténtico amor, irremediablemente, debe estar infectado de adicción. Un
absoluto disparate. No importa cómo se quiera plantear, la obediencia debida,
la adherencia y la subordinación que caracterizan al estilo dependiente, no son
lo más recomendable.
La
epidemiología del apego es abrumante. Según los expertos, la mitad de la
consulta psicológica se debe a problemas ocasionados o relacionados con
dependencia patológica interpersonal. En muchos casos, pese a lo nocivo de la
relación, las personas son incapaces de ponerle fin. En otros, la dificultad
reside en una incompetencia total para resolver el abandono o la pérdida
afectiva. Es decir: o no se resignan a la ruptura o permanecen, inexplicable y
obstinadamente, en una relación que no tiene ni pies ni cabeza.
El deseo no es apego
La
apetencia por sí sola no alcanza para configurar la “enfermedad” del apego. El
gusto por la droga no es lo único que define al adicto, sino su incompetencia
para dejarla o tenerla bajo control. Abdicar, resignarse y desistir son
palabras que el apegado desconoce. Querer algo con todas las fuerzas no es
malo, convertirlo en imprescindible, sí.
La
persona apegada nunca está preparada para la pérdida, porque no concibe la vida
sin su fuente de seguridad y/o placer. Lo que define el apego no es tanto el
deseo como la incapacidad de renunciar a él. Si hay un síndrome de abstinencia,
hay apego.
De
manera más específica, podría decirse que detrás de todo apego hay miedo, y más
atrás, algún tipo de incapacidad. Por ejemplo, si soy incapaz de hacerme cargo
de mí mismo, tendré temor a quedarme solo, y me apegaré a las fuentes de
seguridad disponibles representadas en distintas personas. El apego es la
muletilla preferida del miedo, un calmante con peligrosas contraindicaciones.
El
hecho de que desees a tu pareja, que la degustes de arriba abajo, que no veas
la hora de enredarte en sus brazos, que te deleites con su presencia, su
sonrisa o su más tierna estupidez, no significa que sufras de apego. El placer de amar y ser amado es para disfrutarlo,
sentirlo y saborearlo. Si tu pareja está disponible, aprovéchala hasta el
cansancio; eso no es apego sino intercambio de reforzadores. Pero si el
bienestar recibido se vuelve indispensable, la urgencia por verla no te deja en
paz y tu mente se desgasta pensando en ella; bienvenido al mundo de los adictos
afectivos.
Recuerda:
el deseo mueve al mundo y la dependencia lo frena. La idea no es reprimir las
ganas naturales que surgen del amor, sino fortalecer la capacidad de soltarse
cuando haya que hacerlo. Un buen sibarita jamás crea adicción.
El desapego no es indiferencia.
Equivocadamente,
entendemos el desapego como dureza de corazón, indiferencia o insensibilidad, y
eso no es así. El desapego no es desamor, sino una manera sana de relacionarse,
cuyas premisas son: independencia, no posesividad y no adicción. La persona no
apegada (emancipada) es capaz de controlar sus temores al abandono, no
considera que deba destruir la propia identidad en nombre del amor, pero tampoco
promociona el egoísmo y la deshonestidad.
Desapegarse
no es salir corriendo a buscar un sustituto afectivo, volverse un ser carente
de toda ética o instigar la promiscuidad. La palabra libertad nos asusta y por
eso la censuramos.
Declararse
afectivamente libre es promover afecto sin opresión, es distanciarse en lo
perjudicial y hacer contacto en la ternura.
El
individuo que decide romper con la adicción a su pareja entiende que desligarse
psicológicamente no es fomentar la frialdad afectiva, porque la relación
interpersonal nos hace humanos (los sujetos “apegados al desapego” no son
libres, sino esquizoides). No podemos vivir sin afecto, nadie puede hacerlo
pero sí podemos amar sin esclavizarnos. Una cosa es defender el lazo afectivo y
otra muy distinta ahorcarse con él. El desapego no es más que una elección que
dice a gritos: el amor es ausencia de miedo.
El
apego produce deterioro energético.
Haciendo una analogía con Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castañeda,
podríamos decir que el adicto afectivo no es precisamente “impecable” a la hora
de optimizar y utilizar su energía. Es un pesimismo “guerrero”. El sobregasto
de un amor dependiente tiene doble faz.
Por
un lado, el sujeto apegado hace un despliegue impresionante de recursos para
retener su fuente de gratificación. Los activo-dependientes pueden volverse
celosos e hipervigilantes, tener ataques de ira, desarrollar patrones obsesivos
de comportamiento, agredir físicamente o llamar la atención de manera
inadecuada, incluso mediante atentados contra la propia vida. Los
pasivo-dependientes tienden a ser sumisos, dóciles y extremadamente obedientes para
intentar ser agradables y evitar el abandono. El repertorio de estrategias
retentivas, de acuerdo con el grado de desesperación e inventiva del apegado,
puede ser diverso, inesperado y especialmente peligroso.
La
segunda forma de despilfarro energético no es por exceso sino por defecto. El
sujeto apegado concentra toda la capacidad placentera en la persona “amada”, a
expensas del resto de la humanidad. Con el tiempo esta exclusividad se va
convirtiendo en fanatismo y devoción: “Mi pareja lo es todo”. El goce de la
vida se reduce a una mínima expresión: la del otro. Es como tratar de
comprender el mundo mirándolo a través del ojo de una cerradura, en vez de
abrir la puerta de par en par.
El
apego enferma, castra, incapacita, elimina criterios, degrada y somete,
deprime, genera estrés, asusta, cansa, desgasta y, finalmente, acaba con todo
residuo de humanidad disponible.
La
mayoría de las personas apegadas son emocionalmente inmaduras y muy necesitadas
de cuidado; por tal razón el regazo de su marido era el opiáceo donde la
soledad dejaba de doler.
La
mente es así. Mientras el principio del placer y el principio de seguridad
estén en juego, así sea en pequeñas dosis, uno puede apegarse a cualquier cosa,
en cualquier lugar y de cualquier manera.
De
acuerdo con la historia persona afectiva, la educación recibida, los valores
inculcados y las deficiencias específicas, cada cual elige su fuente de apego o
cada apego lo elige a uno.
La
inmunidad a la adicción afectiva sólo puede alcanzarse cuando todos nuestros
papeles estén debidamente equilibrados.
Somos mucho más que esposo/ esposa o novio/ novia. Si vivo exclusivamente para mi pareja, si
reduzco todas mis opciones de alegría y felicidad a la relación, destruyo mis
posibilidades en otras áreas, las cuales también son importantes para mi
crecimiento interior. Cuando se logra la
madurez afectiva, el acto de amar no es tan cautivante como para anularnos, ni
tan distante como para enfriarnos. Se
obtiene un punto medio, el lugar equidistante, donde el amor existe y deja
vivir.
Una
de las cosas que más interfiere con el proceso de desapego es el miedo a lo
desconocido. La persona apegada, debido a su inmadurez emocional, no suele
arriesgarse porque el riesgo incomoda.
Jamás pondría en peligro su fuente de placer y seguridad. Prefiere funcionar con la vieja premisa de
los que temen los cambios: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Enfrentarse a lo nuevo, siempre asusta.
El
anclaje al pasado es la piedra angular de todo apego. Aferrarse a la tradición genera la sensación
de estar asegurado. Todo es predecible, estable y sabemos para dónde
vamos. No hay innovaciones ni sorpresas
molestas. Rescatar las raíces y entender
de dónde venimos es fundamental para cualquier ser humano, pero hacer de la
costumbre una virtud es inaceptable.
¿Quién
dijo que para establecer una relación afectiva uno debe encarcelarse? ¿De dónde
surge esa ridícula idea de que el amor implica estancamiento? ¿Por qué algunas personas al enamorarse
pierden sus intereses vitales? ¿El amor
debe ser castrante? ¿Realmente el
vínculo afectivo requiere de estos sacrificios?
Los
preceptos sociales han hecho desastres.
Amar no es anularse, sino crecer de a dos. Un crecimiento donde las individualidades,
lejos de apocarse, se destacan. Querer a
alguien no significa perder sensibilidad y volverse una marmota sin más
intereses que lo mundano.
La
persona que amo es una parte importante de mi vida, pero no la única.
Si
pierdo la capacidad de escudriñar, husmear y sorprenderme por otras cosas,
quedaré atrapado en la rutina. Nadie
tiene el monopolio del bienestar. Y no estoy insinuando que haya que reemplazar
a la pareja o engañarla.
Krishnamurti
decía: “Cuando se adora a un solo río, se niegan todos los demás ríos; cuando
usted adora a un solo árbol o a un solo dios, entonces niega todos los árboles,
todos los dioses”.
Puedes
amar profunda y respetuosamente a tu pareja y al mismo tiempo disfrutar de una
tarde de sol, comer helados, salir a pasear, ir a un cine, investigar sobre tu
tema preferido, asistir a conferencias y viajar; en fin, puedes seguir siendo
un ser humano completo y normal.
Vincularse afectivamente no es enterrarse en vida, ni reducir tu
hedonismo a una o dos horas al día. No
hablo de excluir egoístamente al otro, sino de complementarlo. Me refiero a dispersar el placer, sin dejar
de amar a la persona que amas y sin perderte a ti mismo.
Hermann
Hesse afirmaba: “Él había amado y se
había encontrado a sí mismo. La mayoría,
en cambio, aman para perderse”.
Autonomía
Las
personas que sufren de apego afectivo son las que más bloquean la autonomía,
porque sus necesidades son demasiado fuertes.
La adicción a otro ser humano es la más difícil de erradicar, y más aún
cuando la motivación de fondo es la necesidad de seguridad/protección (“Más
vale mal acompañado que solo”).
La autosuficiencia y la autoeficacia
Muchas
de las personas dependientes con el tiempo van configurando un cuadro de
inutilidad crónica. Una mezcolanza entre
desidia y miedo a equivocarse. De tanto
pedir ayuda, pierden autoeficiencia.
El
devastador “No soy capaz” se va apoderando del adicto, hasta volverlo cada vez
más incapaz de sobrellevar la vida sin supervisión. Actividades tan sencillas como llevar el
automóvil al taller, llamar a un electricista, reservar pasajes, buscar un
taxi, se convierten en el peor de los problemas. Estrés, dolor de cabeza y malestar. La tolerancia a las dificultades se hace cada
vez más baja. Como dice el refrán: “La
pereza es la madre de todos los vicios”.
Así,
lenta e incisivamente, la inseguridad frente al propio desempeño va calando y
echando raíces. Como una bola de nieve,
la incapacidad arrasa con todo. La
tautología es destructora; la dependencia me vuelve inútil, la inutilidad me
hace perder confianza en mí mismo.
Entonces busco depender más, lo que incrementa aún más mi sentimiento de
inutilidad, y así sucesivamente.
Si
eres de aquellas personas que necesitan el visto bueno de la pareja hasta para
respirar, deja a un lado el pulmón artificial y libérate. Despréndete de esa fastidiosa
incompetencia. La independencia es el
único camino para recuperar tu autoeficacia.
Sentirse incapaz es una de las sensaciones más destructivas, pero no
hacer nada y resignarse a vivir como un inválido es peor. Aunque no te agrade el esfuerzo, hacerte
cargo de ti mismo hará que tu dignidad no se venga a pique.
Antídotos para el apego emocional
La autorrealización
Se
refiere a la capacidad de reconocer los talentos naturales que poseemos. Aquellas
habilidades singulares que surgen espontáneamente de nosotros, sin tanto alarde
ni especializaciones. Simplemente estuvieron ahí todo el tiempo y todavía
persisten. Vivimos con nuestras
facultades a cuestas, y ni siquiera nos damos cuenta.
La
pregunta clave es: ¿Cómo saber si estamos desarrollando esos talentos? Si las respuestas a las siguientes tres
preguntas son positivas, estás bien encaminado; de no ser así, tienes algo que
revisar:
¿Pagarías
por hacer lo que estás haciendo?
Aquellas
cosas que haces bien y disfrutas al hacerlas, ¿han surgido de ti más
naturalmente que por aprendizaje?
Cuando
estás ejecutando lo que te apasiona, ¿la gente se acerca a ti en vez de
alejarse?
Ése
es el talento natural: una capacidad guiada por la pasión, que estalla desde
adentro y reúne a los demás cuando aparece.
Todos la poseemos, todos podemos alcanzarla, todos estamos diseñados
para desarrollar nuestra capacidad creativa, si nos dejan y tenemos el coraje
para hacerlo.
Una
persona que ha encontrado su vocación y siente pasión por lo que hace, se
vuelve inmune a la adicción afectiva porque su energía vital se abre a otras
experiencias. Y esto no significa
incompatibilidad, sino amor a cuatro manos.
Desarrollar los talentos naturales es abrirse a otros placeres, sin
desatender el vínculo afectivo. No se
abandona a la pareja, sino que se la integra, se la ama a plenitud.
Si
la vocación se lleva a feliz término, la mente se tranquiliza y las
inseguridades desaparecen. Las personas autorrealizadas no son posesivas: son
independientes y fomentan la honestidad interpersonal. No necesitan tanto el apego, porque la
pérdida y la terrible soledad ya no las asustan.
La trascendencia
Creer
que se está participando en un proyecto universal y aceptar la importancia de
ello nos coloca, automáticamente, en el plano espiritual. La vida evoluciona en un sentido de
complejidad creciente, donde posiblemente seamos la punta de lanza de una
transformación que no percibimos aún. El
gran maestro Teilhard de Chardin decía: “La creación no se ha terminado: se
está llevando a cabo en este instante”.
Y si esto es así, estamos participando activamente en ella. Trascender significa tomar conciencia (darse
cuenta) de que soy; posiblemente, mucho más de lo que creo ser.
Sentir
que se está participando en un proyecto universal nos hace fuertes, nos aleja
de lo mundano y cuestiona nuestra presencia en el planeta. Los animales no saben que van a morir,
nosotros sí. Muchas personas que recurren a ayuda psicológica o psiquiátrica
buscan aliviar su frustración existencial, porque se sienten vacíos y
manifiestan que no encuentran un motivo de vida.
Tener
un vector orientador que nos empuje hacia un fin cósmico, a una compenetración
con Dios, el universo o como queramos llamarlo, nos da un sentido vital. No cabe duda: los ideales, cualquiera que sea
su origen, nos hacen crecer. Y no me
refiero a los fanatismos religiosos y a su consecuente ignorancia, sino a la
posición seria y honesta de creer en algo más.
Voltaire
decía: “Si Dios no existiera, habría que inventarlo”.
El
“más allá” no es incompatible con el “más acá”. Dios no exige tanto. Crecer
espiritualmente no es discrepante con el amor terreno, pícaro y cariñosamente
contagioso que sentimos por la pareja.
Exaltar la vida interior ayuda a desprenderse de los lastres del apego,
pero nada tiene que ver con desamor.
VENCIENDO EL APEGO AFECTIVO
Muchas
personas viven entrampadas en relaciones afectivas enfermizas de las cuales no
pueden, o no quieren, escapar. El miedo
a perder la fuente de la seguridad y/o bienestar las mantiene atadas a una
forma de tortura pseudoamorosa, de consecuencias fatales para la salud mental y
física.
Con
el tiempo, estar mal se convierte en costumbre.
Es como si todo el sistema psicológico se adormeciera y comenzara a
trabajar al servicio de la adicción, fortaleciéndola y evitando enfrentarla por
todos los medios posibles. Lenta y silenciosamente, el amor para a ser una
utopía cotidiana, un anhelo inalcanzable. Y a pesar del letargo afectivo, de
los malos tratos y de la constante humillación de tener que pedir ternura, la
persona apegada a una relación disfuncional se niega a la posibilidad de un
amor libre y saludable; se estanca, se paraliza y se entrega a su mala suerte.
No
importa qué tipo de vínculo tengas, si realmente quieres liberarte de esa
relación que no te deja ser feliz, puedes hacerlo. No es imposible. La casuística psicológica está llena de
individuos que lograron saltar al otro lado y escapar. Hay que empezar por cambiar las viejas
costumbres adictivas y limpiar tu manera de procesar la información. Si aprendes a ser realista en el amor, si te
autorrespetas y desarrollas autocontrol, habrás empezado a gestar tu propia
revolución afectiva.
En
la adicción amorosa el autoengaño puede adoptar cualquier forma. Con tal de sujetar a la persona que se dice
amar, sesgamos, negamos, justificamos, olvidamos, idealizamos, minimizamos,
exageramos, decimos mentiras y cultivamos falsas ilusiones. Hacemos cualquier cosa para alimentar la
imagen romántica de nuestro sueño amoroso.
No interesa que toda la evidencia disponible esté en contra, importan un
rábano las demostraciones y el cúmulo de informes contradictorios que amigos y
familiares aportan: la fuente del apego es intocable y el aparente amor,
inamovible.
Conviene partir de lo que verdaderamente es nuestra
vida amorosa (realismo afectivo). Lo que
es, y no lo que nos gustaría que
fuera. Si logramos comprender la
relación en el aquí y el ahora, sin pretextos ni evasivas, podremos tomar las
decisiones acertadas, generar soluciones o comenzar a despegarnos.
Quedarte
quieto y mirar la realidad afectiva en la cual estás inmerso, es lo único que
debes intentar. Si logras observar las cosas como realmente son, dejando los
sesgos y las mentiras a un lado, tus esquemas irracionales comenzarán a
tambalear. Aunque te duela el alma y tu organismo entre en crisis de
abstinencia, no hay otro camino.
La
liberación afectiva y la ruptura de los viejos patrones de adicción no toleran
la anestesia, porque las grandes revoluciones siempre exigen atención
despierta. Además, tal como decía Kalil Gibrán: “Si no se rompe, ¿cómo logrará
abrirse tu corazón?”
AUTORRESPETO Y LA DIGNIDAD PERSONAL
Decir
que el “apego corrompe” significa bajo la abrumante urgencia afectiva somos
capaces de atentar contra la propia dignidad personal. En esos momentos
apremiantes, ni la moral ni los valores más apreciados parecerían ser
suficientes para contener el alud. Todo vuela por los aires. Vendemos lo que no está en venta, negociamos
con el respeto y nos arrastramos más allá de lo imaginable con tal de conseguir
la dosis afectiva que necesitamos.
Umberto
Eco decía ética comienza cuando los demás entran en escena. Eso es verdad. Pero
la ética siempre incluye autoestima. La moral implica no hacerle a los otros lo
que no me gustaría que me hicieran, o desear a los otros lo que anhelo para mí.
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, lo dice todo. Es decir, de una u otra
manera, siempre estoy incluido. Si no me quiero a mí mismo, no puedo amar ni
respetar a los otros.
Intenta
definir los límites de la soberanía personal,
los principios y los valores me definen como humano, lo que no es
negociable. Cuando esos puntos están claros, nos volvemos invencibles porque
sabemos cuándo pelear y cuándo no.
Cuando
una relación anda mal, nunca hay un solo responsable. La hecatombe afectiva
siempre es función de dos, quizá no en las mismas proporciones, pero cada cual
aporta su cuota: unos por defecto y otros por exceso.
En
el caso del apego afectivo, cuando el vínculo se rompe el apegado suele activar
su más dura autocrítica. De manera inclemente, como si le gustara sufrir,
agrega más dolor al sufrimiento.
Los
dos pensamientos más comunes que acompañan el abandono del apegado son: “Si la
persona que amo no me quiere, no merezco el amor” o “Si la persona que dice
quererme me deja, definitivamente no soy querible”. La consecuencia de ésta
manera de pensar es nefasta. El comportamiento se acopla a la distorsión y el
sujeto intenta confirmar, mediante distintas sanciones, que no merece el amor.
Conclusión
Para
muchos, la libertad afectiva es una forma de libertinaje que necesita mantener
controlado. Como si la ausencia de dependencia fuera en sí misma peligrosa. Un
amor independiente siempre incomoda. Un amor sin apegos es irreverente,
fantástico, insólito, locuaz, trascendente, atrevido y envidiable.
Amar
sin apegos es amar sin miedos. Es asumir el derecho a explotar intensamente el
mundo, a hacerse cargo de uno mismo y a buscar un sentido de vida. También
significa tener una actitud realista frente al amor, afianzar el autorespeto y
fortalecer el autocontrol. Es disfrutar de la dupla placer/seguridad, sin
volverla imprescindible. Es hacer las paces con Dios y la incertidumbre. Es
tirar la certeza a la basura y dejar que el universo se haga cargo de uno. Es
aprender a renunciar.
El
amor está hecho a la medida del que ama. Construimos la experiencia afectiva
con lo que tenemos en nuestro interior, por eso nunca hay dos relaciones
iguales. El amor es lo que somos. Si eres irresponsable, tu relación afectiva
será irresponsable. Si eres deshonesto, te unirás a otra persona con mentiras.
Si eres inseguro, tu vínculo afectivo será ansioso. Pero si eres libre y
mentalmente sano, tu vida afectiva será plena, saludable y trascendente.
Amar
sin apegos no implica insensibilizar el amor. La pasión, la fuerza y el impacto
emocional del enamoramiento nunca se merman. El desapego no amortigua el
sentimiento; por el contrario, lo exalta, lo libera de sus lastres, lo suelta,
lo amplifica y lo deja fluir sin restricciones.
Empieza
hoy. Acepta el riesgo de abrazar a tu pareja sin angustias. Si tienes claridad
sobre lo que verdaderamente eres y hasta dónde puedes llegar, no habrá temores
irracionales. Solamente los roces normales y algunos desacoples.
La
convivencia no es una panacea, pero tampoco es infelicidad total. El amor
interpersonal, vivo y activo, en el cual diseñamos a cada instante nuestro
ecosistema afectivo, nuestro lugar en el mundo, es la operación por la cual nos
adaptamos al otro, sin dejar de ser uno. Podemos encajar sin violentarnos,
sujetarnos despacio y tiernamente, como quien no quiere lastimar ni lastimarse.
Y esa unión maravillosa de ser dos que parecen uno, sólo es posible hacerla con
pasión y sin apegos.
Walter Riso
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