En el 2011, Benedict Carey, del New
York Times realizó una entrevista a Marsha Linehan, en la cual ella
contaba su propio camino con trastorno límite de la personalidad.
La publicación de esa entrevista
fue un pequeño revuelo: no es algo muy frecuente que una autora e investigadora
respetada cuente que solía golpearse la cabeza contra el piso. Buscando
material sobre la entrevista me encontré con una traducción hecha en el blog “
Al
cuidado del alma“, así que corregimos la traducción, adaptamos el formato,
y la compartimos aquí para ustedes.
– ¿Eres una de nosotros?
La paciente, quería saberlo, y su
terapeuta —Marsha M. Linehan de la University of Washington y creadora de
un tratamiento usado alrededor del mundo para personas con graves tendencias
suicidas— ya tenía una respuesta preparada. Era la misma que siempre usaba para
interrumpir la breve pregunta, ya fuese que el paciente lo expresara lleno de
esperanza, de manera acusadora o hábilmente tras haber visto el macramé de
borrosas quemaduras, cortes y ronchas en sus brazos.
“¿Quieres decir, si he sufrido?”
“No, Marsha, quiero decir si eres
una de nosotros; tal como nosotros. Porque si lo fuiste, eso nos daría mucha
esperanza a todos” respondió la paciente en un encuentro durante la última
primavera.
“Eso fue lo que me decidió” dijo
la Dra. Linehan, de 68 años, quien contó su historia en público por primera vez
la semana pasada ante una audiencia de amigos, familiares y médicos en el
Institute of Living, de la clínica Hartford, lugar en donde fue tratada por su
extrema retracción social cuando tenía 17 años. “Fue mucha gente la que me
pidió que lo trajera a la luz y pensé: Bueno, tengo que hacerlo. Se los
debo. No puedo morir como una cobarde”.
Nadie sabe cuánta gente con
graves enfermedades mentales llevan vidas en apariencias normales y
prósperas, debido a que esas personas no tienen la costumbre de anunciarse como
tales. Están demasiado ocupadas haciendo malabares con sus responsabilidades,
pagando sus cuentas, estudiando y construyendo sus familias, haciendo de todo
mientras resisten ráfagas de oscuras emociones o alucinaciones que podrían
abrumar rápidamente a casi cualquiera.
Ahora, un creciente número de
tales personas se están arriesgando a exponer sus secretos considerando que ha
llegado el momento. Dicen que el sistema de salud mental de la nación es un
matadero, que criminaliza a muchos pacientes y deposita a algunos de los más
graves en hogares de cuidado y en grupos en donde reciben la atención de
trabajadores con mínima formación.
Más aún, el permanente estigma de
enfermedad mental le enseña a las personas con este diagnóstico a pensar en sí
mismas como víctimas, dejando de lado la única cosa que puede motivarlos a
hallar un tratamiento: la esperanza.
“Existe una tremenda necesidad de
cortar con los mitos de la enfermedad mental, de ponerles rostro, para así
mostrarles a las personas que el diagnóstico no conduce a una vida dolorosa y
marginal”, sostiene la Dra. Elyn
R. Saks, profesora de la University of Southern California School of Law, quien
narra su propia lucha contra la esquizofrenia en The Center Cannot
Hold: My Journey Through Madness. “Nosotros, quienes luchamos con
estos trastornos, podemos llevar vidas plenas, felices y productivas si tenemos
los recursos adecuados.”
Esos recursos incluyen medicación
(normalmente), terapia (con frecuencia), una cierta dosis de buena suerte
(siempre) y por sobre todo- la fuerza interior para dominar o hasta expulsar
los propios demonios. Y, según lo dicen estos pacientes, aquella fuerza puede
provenir de diversos lugares: del amor, del perdón, de la fe en Dios o de una
amistad de toda la vida.
Pero el caso de la Dra. Linehan
muestra que no existe una receta determinada. Ella se vio inmersa en una misión
de rescate de personas que tienen una tendencia suicida de carácter crónico,
con frecuencia como resultado de un trastorno de personalidad borderline, una
enigmática condición caracterizada parcialmente por necesidades
autodestructivas.
“Sinceramente, en ese entonces no
comprendía que estaba tratando conmigo misma. Pero supongo que es verdad que logré
desarrollar una terapia que me proveyó de las cosas que necesité durante muchos
años; y no las olvidé”, sostiene.
“Estaba en el infierno”
Linehan aprendió sobre la
principal tragedia de su grave enfermedad mental de la manera más dura:
golpeando su cabeza contra la pared de un cuarto de aislamiento.
Marsha Linehan llegó al Institute
of Living el 09 de marzo de 1961, a la edad de 17 años, y rápidamente se
convirtió en la única ocupante del cuarto de reclusión de la unidad conocida
como Thompson Two, destinada a los pacientes más severamente afectados. El
equipo no tuvo alternativa, la chica normalmente se agredía a sí misma
quemándose las muñecas con cigarrillos, tajándose los brazos, las piernas y el
vientre, valiéndose de cualquier objeto cortante que pudiera tomar.
El cuarto de aislamiento era una
pequeña celda con una cama, una silla y una diminuta ventana enrejada. Pero el
estar allí sólo profundizó su necesidad de morir, y Marsha se dedicó a hacer lo
único que para ella tenía sentido en ese entonces: golpear su cabeza contra la
pared y, posteriormente, contra el piso. Con fuerza.
“Mi experiencia en tales
episodios era como si alguien más me lo estuviera haciendo. Era como: ‘Sé que
está viniendo y no tengo ningún control; que alguien me ayude. Dios mío, ¿dónde
estás?’ Me sentía totalmente vacía, me sentía como el Hombre de Hojalata. No
tenía manera de comunicar lo que me estaba pasando, no tenía forma de
comprenderlo”, expresa.
Su infancia en Tulsa, Oklahoma,
proporcionó algunas pistas. Excelente estudiante desde temprano y naturalmente
dotada para el piano, era la tercera de seis hijos que tuvieron un petrolero y
su esposa, quien era una sobresaliente mujer que hacía malabares con el cuidado
de sus niños, la Junior League y los eventos sociales en Tulsa.
La gente que conoció a los
Linehan en aquel entonces recuerda que la precoz tercera niña con frecuencia
tenía problemas en su hogar, y la Dra. Linehan recuerda sentirse profundamente
inadecuada en comparación con sus atractivos y exitosos hermanos. Pero
cualquiera haya sido la corriente de aflicción corriendo bajo la superficie,
nadie se percató de ello hasta que quedó postrada a causa de dolores de cabeza
durante el último año de la secundaria.
Su hermana menor, Aline Haynes,
recuerda “Esto era Tulsa, en los sesenta. No creo que mis padres hayan tenido
idea sobre qué hacer con Marsha. En realidad nadie sabía qué enfermedad mental
era.”
Prontamente un psiquiatra local
recomendó que permaneciese en el Institute of Living hasta dar
con el problema de fondo. Allí, los médicos le dieron el diagnóstico de
esquizofrenia, le suministraron dosis de torazina, librium y otras drogas muy
fuertes, como así también muchas horas de análisis freudiano; también la
sujetaron para realizarle tratamientos de electroshock: 14 veces la primera vez
y 16 la segunda, según los registros médicos. Nada cambió, y la paciente pronto
volvió a la reclusión del ala cerrada.
“Todos estaban aterrorizados de
acabar allí”, dijo Sebern Fisher, una paciente que llegó a ser amiga íntima de
Marsha. Pero sin que importara su entorno, la Sra. Fisher agrega “ella era
capaz de cuidar con mucha atención a otra persona. Su pasión era tan profunda
como su soledad.”
Un sumario de alta, fechado el 31
de mayo de 1963, consigna que “en 26 meses de hospitalización, la señorita
Linehan fue una de las pacientes más perturbadas de la clínica durante gran
parte del tiempo.”
Un verso que la turbada chica
escribió en ese entonces dice:
They put me in a four-walled room
But left me really out
My soul was tossed somewhere askew
My limbs were tossed here about
Mientras golpeaba su cabeza en
dondequiera que estuviese, la tragedia permanecía. Nadie sabía lo que le
sucedía, y por eso el cuidado médico solo lo hizo peor. Cualquier tratamiento
verdadero no tendría que haberse basado en la teoría, concluyó posteriormente
ella, sino en los hechos: qué emoción precisamente lleva a un pensamiento que
conduce luego a un acto siniestro Se tendría que quebrar esa cadena y enseñar
una nueva conducta.
“Estaba en el infierno, e hice
una promesa: cuando salga, regresaré y sacaré a otros de aquí”, afirma.
Aceptación radical
La Dra. Linehan sintió el poder
de otro principio mientras estaba en una pequeña capilla en Chicago.
Corría 1967, varios años después
de que dejara el instituto siendo una joven veinteañera a quien los médicos le
dieron pocas oportunidades de supervivencia fuera del hospital. Y apenas logró
sobrevivir: tuvo un intento de suicidio estando en Tulsa, cuando llegó a su
casa; y otro episodio cuando posteriormente se mudó al YMCA, en Chicago, para
un nuevo comienzo.
Linehan tuvo que ser
hospitalizada otra vez y salió confundida, sola y más comprometida que nunca
con su fe católica. Se mudó a otro YMCA, encontró trabajo como empleada en una
compañía aseguradora y comenzó a tomar clases nocturnas en la Loyola University
—y a rezar con frecuencia en una capilla en el Cenacle Retreat Center.
“Cierta noche estaba allí,
arrodillada, mirando la cruz, y de pronto todo el lugar se volvió dorado y sentí
que algo venía hacia mí. Fue una brillante experiencia. Luego tan solo regresé
corriendo a mi habitación y me dije: Me amo a mí misma. Esa fue la primera vez
que recuerdo haberme hablado en primera persona. Me sentí transformada”,
afirma.
Aquella mejoría duró alrededor de
un año, antes de que los sentimientos de devastación regresaran bajo la forma
de un romance que finalmente terminó. Pero algo era diferente. Ahora podía
superar sus tormentas emocionales sin cortarse o dañarse a sí misma.
¿Qué había cambiado?
Le tomó años de estudio en
psicología — obtuvo su doctorado en Loyola en 1971 — antes de encontrar una
respuesta. A primera vista parecía obvio: se había aceptado a sí misma tal como
era. Había intentado matarse muchas veces debido a que la brecha entre la
persona que quería ser y la persona que era la dejaba desesperanzada,
profundamente nostálgica por una vida que nunca conocería. Esa brecha era real
e insalvable.
Aquella idea básica —aceptación
radical, la llama ahora— gradualmente fue más importante a medida que empezó a
trabajar con sus pacientes, al principio en una clínica de suicidas en Buffalo
y luego como investigadora. Sí, el verdadero cambio era posible. La emergente
disciplina del conductismo enseñaba que la gente podía aprender nuevas conductas
—y que actuar de manera diferente puede, en el trascurso del tiempo, modificar
las emociones subyacentes.
Sin embargo, las personas con una
grave tendencia suicida han intentado cambiar millones de veces y han
fracasado, por lo que la única vía para llegar a ellas era reconocer que su
conducta tenía sentido: los pensamientos relacionados con la muerte eran una
dulce liberación si se consideraba lo que estaban sufriendo.
“Era muy creativa con las
personas. Noté eso de inmediato”, dice Gerald C. Davidson, quien en 1972
admitió a la Dra. Linehan en un programa de doctorado en terapia conductista en
la Stony Brook University (en la actualidad, Davidson es psicólogo de la
University of Southern California). Ella podía sacar a las personas de su
centro; lo hacía desafiándolas con temas que no podían escuchar sin que se
sintiesen menospreciadas, asegura.
Ningún terapeuta podría prometer
una rápida transformación o un súbito insight de parte del paciente, y mucho
menos una deslumbrante visión religiosa. Pero ahora la Dra. Linehan se
encontraba acercando dos principios aparentemente opuestos que conformarían la
base de su tratamiento: la aceptación de la vida tal como es —no como se
supondría que fuera— y la necesidad de cambiar, a pesar de esa realidad y a causa
de ella. La única manera de tener certeza de que se trataba de algo más que de
una teoría era probarla científicamente, en el mundo real —y nunca existió duda
alguna sobre por dónde empezar.
Transitando el día
“Decidí probar con personas
supersuicidas, los casos más extremos, porque imaginé que eran las personas más
sufrientes del mundo: piensan que son malignos, que son malos, malos, malos. Y
yo entendía que no eran así. Comprendía su sufrimiento porque estuve allí, en
el infierno, sin ninguna idea de cómo salir”, sostiene.
Eligió, en particular, tratar a
personas con el diagnóstico que le habían dado a ella cuando joven: el
trastorno límite de la personalidad, una condición pobremente comprendida que
se caracteriza por las apego excesivo, estallidos e impulsos autodestructivos
que con frecuencia llevan a cortes o quemaduras. Bajo terapia, los pacientes
borderline pueden ser aterradores: manipuladores, hostiles, a veces
siniestramente mudos y notables frecuentemente por salir del consultorio
amenazando con suicidarse.
La Dra. Linehan observó que la
tensión de la aceptación al menos podía mantener a las personas dentro de la
habitación: los pacientes aceptan quienes eran, aceptan que sienten una ráfaga
mental de ira, vacía y ansiedad de manera mucho más intensa que la mayoría de
las personas. Los terapeutas, a su vez, aceptan que dado todo esto, los cortes,
quemaduras e intentos de suicidio tienen sentido.
Finalmente, el terapeuta pide al
paciente un compromiso por cambiar su conducta; una promesa verbal a cambio de
una oportunidad de vivir: “La terapia no funciona con las personas que están
muertas”, dice Linehan.
Sin embargo, aún mientras
ascendía por la escalera académica, yendo desde la Catholic University of America
a la University of Washington en 1977, sabía a partir de su propia experiencia
que la aceptación y el cambio difícilmente eran suficientes. Durante aquellos
primeros años en Seattle a veces sentía las tendencias suicidas mientras
conducía hacia su trabajo; incluso hoy todavía siente ráfagas de pánico, como
le sucedió hace poco mientras conducía a través de unos túneles. Recurrió a
terapeutas de tanto en tanto a lo largo de los años, en busca de apoyo y de
guía (aunque no recuerda haber tomado medicamentos después de dejar el
instituto).
El naciente enfoque para el
tratamiento de la Dra. Linehan —llamado ahora terapia dialéctica conductual o
DBT [dialectical behavior therapy] — tendría que incluir también
habilidades para el día a día. Después de todo, un compromiso significa muy
poco si las personas no tienen las herramientas para llevarlas a cabo. Así que
utilizó algunas herramientas de otras terapias conductuales y agregó más
elementos, como la acción opuesta, en la que los pacientes actúan de forma opuesta
a la que sienten cuando una emoción es inapropiada; y la meditación mindfulness,
una técnica zen por el que las personas se concentran en su respiración y
observan sus emociones ir y venir sin ejercer ninguna acción sobre ellas (en la
actualidad el mindfulness es de amplio uso en muchos tipos de psicoterapia).
En estudios llevados a cabo
durante las décadas del 80 y 90, investigadores de la University of Washington
y de otros centros siguieron el progreso de cientos de pacientes límites con
alto riesgo de suicidio que asistieron semanalmente a sesiones de terapia
dialéctica. En comparación con pacientes similares que acudieron a tratamientos
de otros expertos, aquellos que aprendieron el enfoque de la Dra. Linehan
realizaron muchos menos intentos de suicidio, llegaron a los hospitales con
menor frecuencia y tuvieron muchas más probabilidades de permanecer en
tratamiento. En la actualidad DBT es ampliamente utilizada para una gran
variedad de pacientes inflexibles, incluyendo delincuentes juveniles, personas
con trastornos alimenticios y adicción a las drogas.
“Creo que la razón por la que DBT
se ha extendido tanto se debe a que se dirige a algo que antes no podía
tratarse; las persona no sabían qué hacer cuando se trataba de trastorno
límite. Pero considero que el motivo por el que DBT ha resonado tanto dentro de
la comunidad terapéutica tiene mucho que ver con el carisma de Marsha Linehan,
con su habilidad para conectarse tanto con personas en tratamiento como también
con la audiencia científica”, afirma Lisa Onken, directora de la filial de
tratamiento conductual e integrativo del National Institute of Health.
Quizás lo más destacable sea que
la Dra. Linehan ha alcanzado un lugar en el que puede mantenerse de pie y
contar su propia historia, sea como sea. “Ahora soy una persona muy feliz”,
dijo en una entrevista en su casa cerca al campus, en donde vive con su hija
adoptada, Geraldine; y con Nate, el esposo de ésta. “Por supuesto, todavía
tengo altas y bajas, pero creo que son como las de cualquiera”, sostiene.
Artículo de Fabian Maero del Grupo ACT